viernes, 19 de febrero de 2010

FEDERICO

Sí, yo también cierta vez me acosté con un hombre.
Faltaban unos cuantos días para que la gente de Wall Street comenzara a arrojarse por las ventanas, aunque ni a mí ni a nadie se le ocurriera de momento imaginar que una cosa así iba a suceder. Él llevaba asistiendo al bar cosa de un mes. No de manera cotidiana y puntual. Podía dejarse ver tres noches seguidas y luego desaparecer hasta el lunes siguiente, para presentarse hoy sí y mañana no. Unas veces venía solo y otras llegaba acompañado. Recuerdo que, en cierta ocasión, el maître tuvo que juntar tres mesas para dar cabida al numeroso grupo de que formaba parte. Fue la primera noche que se atrevió a venir a felicitarme; ya me había puesto el abrigo, y los camareros comenzaban a recoger los manteles. La verdad es que no entendí una palabra. Para mí todos esos idiomas suenan iguales. Lo tomé por italiano.
El oficio de pianista me pareció siempre más próximo al de las secretarias que se atrincheran tras su máquina de escribir que al de los prestidigitadores que sacan salamandras del sombrero. Me gustaban la descortés indiferencia de los borrachos y la estridente risa de esas mujeres a las que no les pasaba por la cabeza bajar la voz para oírte. Pero el cliente manda. Así que acepté con resignación el hecho de que a él se le impusiera costumbre la suave inclinación de cabeza, el firme apretón de manos y la modulada retahíla de un par de frases incomprensibles.
Tengo ojos y tengo sangre. No necesitaba las explicaciones de ningún samaritano para entender que en sus cortesías había algo más que interés musical y admiración artística. Lástima que algunos sean incapaces de captar semejantes sutilezas. Al maître le costó la dentadura y a mí me costó el empleo.
Puesto que la breve riña había tenido lugar poco antes de la hora de apertura, al dueño no le quedó otro remedio que rogarme cumplir con la jornada, pagando por adelantado unos dólares que en circunstancias distintas hubiera podido ahorrarse. Yo, por mi parte, me hallaba demasiado necesitado de fondos como para consentirme la elegancia de dejarlo plantado con un palmo de narices.
Toqué sin apartar los ojos de las teclas, la cabeza bien hundida entre los hombros. Sólo me percaté de su presencia en el bar hasta que, pasada ya la media noche, vino a situarse junto al piano, se despojó de la chaqueta, se remangó la camisa y comenzó a recitar, improvisando largas y desgarradas parrafadas al compás de mis caprichosas síncopas; lo único comprensible era el nombre de la ciudad, repetido en salmodia cada tanto, mientras batía palmas y pataleaba en el minúsculo entarimado algo que sólo de manera muy vaga tenía que ver con el claqué.
Ignoro si lo que sucedió durante esas dos horas habrá tenido algún valor artístico. Como número de cabaret resultó un fiasco. Hubo protestas, burlas, silbidos y dos o tres enfurecidas retiradas. Ninguno de ambos se inmutó. Él estaba demasiado triste, o demasiado loco, o demasiado solo, o las tres cosas. Yo, por mi parte, no tenía paga ni empleo que salvaguardar.
Llegada la hora del cierre, en lugar del ceremonioso saludo habitual, me mostró las líneas de su mano abierta y murmuró alguna inútil confidencia en ese idioma suyo. Tenía la cara de un condenado a muerte. Acaso esté ahí la verdadera razón de que abandonáramos juntos el establecimiento, y no en mi regocijo por añadir leña al mediocre fuego de las murmuraciones entre los empleados del bar.
No llegué a despojarme siquiera de mi abrigo. Pasé la noche en vela, abrazado a su espalda, y me marché al amanecer sin despertarlo.
Es curioso. Las pieles y los rostros de mujer más perdurables, me los revuelve y difumina la memoria sin remedio posible. En cambio, si ahora mismo cierro los ojos, puedo sentir con toda nitidez el calor de hombre entero de su cuerpo que duerme, temblando contra mí durante unas pocas horas, como el de un niño con frío.

viernes, 4 de diciembre de 2009

BYE, CITY BLUES

Los Angeles, cerca del año 2000.

Anoche tuve un sueño.
A estas alturas, ya sólo eso representaría en mi vida un hecho extraordinario. No acostumbro soñar. He aprendido a aceptar mis noches como un largo pasillo abierto a multitud de puertas negras (cuando duermo), o como un techo carcomido y mohoso a dos metros de mi rostro (cuando sufro de insomnio).
Sin embargo, anoche soñé. Primero con un hombre llamado Canino, al que cierta vez le metí unas cuantas balas en el pecho. Después con otro hombre, llamado Terry Lennox, por quien pasé varias noches en la cárcel y me aficioné a los gimlets en el bar de Víctor. Pero eso no es importante. Todo aquel que llega a viejo lo consigue en buena medida porque ha sido capaz de aprender a vivir con sus fantasmas (el resto es condición física y suerte). Y los fantasmas vienen igual, con sueño o sin él.
Lo curioso, lo extraño, vino después. Me soñé en México.
He ido a México. He estado en Tijuana, en Mexicali y hasta alguna vez tuve que pasar un par de noches siguiendo a un hombre por las calles de Saltillo (el hombre se esfumó, yo recibí una buena paliza y el abogado que me había contratado se negó a pagar incluso los gastos del hospital). Sin embargo, esto era algo totalmente distinto.
Estaba en un pequeño apartamento con dos dormitorios, estancia, cocina y baño. Puertas, molduras y muebles eran de maderas olorosas y cargadas de penumbra; había pinturas de tonos oscuros y repisas colmadas por multitud de objetos que bien podrían haber estado rematándose en un bazar.
Todo el sueño transcurría ahí. ¿Cómo puedo pues saber que me encontraba en México? Bueno, pues cuando uno ha dedicado la vida a trabajar como detective aprende a mirar de cierta especial manera. No hablemos de sexto sentido, sino simplemente de una observación más detenida, desapegada y cínica de los objetos y las personas.
Estaba en México. Yo, el de hace unos cincuenta años. El Marlowe ocurrente y simpático que por doscientos dólares más gastos se dejaba romper la dentadura y que tenía una amplia gama de irónicas sonrisas para cada ocasión. El Marlowe duro e implacable que no se detenía ante nada cuando se trataba de comprobar que en el hueco de cualquier escalera, bajo cualquier ventana, detrás de cualquier puerta, hay siempre un enorme vertedero de basura. Ese Marlowe. El del pañuelo en el bolsillo del saco, la botella de whisky en el segundo cajón del escritorio y la 38 en la guantera del Oldsmobile. El único, el incomparable, el original: Marlowe. Y estaba en México, mirando una pequeña colección de máscaras que pendían de la pared. Máscaras indias alternándose gestos extremadamente cómicos o extremadamente grotescos, o ambas cosas. Máscaras de tigres, de soles y de ancianos, libros, papeles, libretas, dos pantallas de mimbre para hacer de la luz un pretexto de acogedoras tibiezas.
Miraba las máscaras y pensaba en el rostro de los hombres; un rostro incapaz de volver a esa furiosa armonía que sin duda había generado él mismo en el pasado, bailando alrededor de una hoguera, venerando fuerzas incomprensibles pero infinitamente más cercanas. Hay gente que hasta incluso cobra por pensar cosas como ésa. Antropología me parece que le dicen.
Al principio creía estar solo. Fumaba, veía los objetos y las pinturas y no tenía especial interés en que las cosas fueran de otro modo. De pronto, advertí que tenía compañía. En uno de los dormitorios, sentada en una mecedora como un pájaro sin prisa por alzar el vuelo, había una mujer. Morena clara, frágil, delgada como el humo de un cigarrillo dispersado por la brisa del invierno, con dos trenzas de pelo oscurísimo bajando hasta asentarse en los pechos. Iba desnuda, sin que eso de momento tuviera ninguna significación particular; y aunque su cuerpo no se ajustara al modelo que yo generalmente preferí (rubias voluptuosas con valles, depresiones y colinas capaces de enloquecer al más avezado explorador), había en su frágil arquitectura, en su triste seriedad, en su aire de niña enfermiza y desamparada, algo que ahora, despierto y envejecido en esta habitación mugrienta, me hace lamentarme por haber llegado tarde, por no haber sido capaz de ordenar la ruta de los azares para que nuestros caminos tropezaran más allá de este sueño que relato.
Tenía un libro abierto sobre las piernas, fumaba y bebía. Lloraba, tratando de evitar que las lágrimas mancharan la página que estaba leyendo.
—Si el libro es tan triste, tal vez sería mejor que no lo leyera —sugerí, recargándome en el marco de la puerta.
Alzó la mirada y me sonrió entre el llanto. No podía establecer su edad. Más tarde llegó a decirme que estaba vieja y cansada, pero más daba la impresión de ser una adolescente a la vez temerosa y desafiante, llena de inquietudes y deseos que terminaban por resolverse en angustias. Me invitó a sentarme.
La pequeña habitación tenía tres de sus cuatro paredes repletas de libros. Una estantería de madera allá, otra de metal aquí, algunas repisas improvisadas acá. A mi derecha una ventana mostraba el paisaje nocturno de un pedazo de ciudad desconocida; la luna llena brillaba en el cielo. Me senté en el piso, apoyado sobre un par de gruesos cobertores que hacían las veces de cama.
Me ofreció una copa de tequila y un cigarrillo.
—¿De qué se trata? —inquirí, aceptándolos.
La mujer se humedeció los labios y meneó tenuemente la cabeza.
—No hay mucho qué decir —murmuró.
Cada vez que el llanto se le agolpaba en los ojos, enrojeciéndolos, apretaba los párpados y apuraba un largo sorbo de tequila. Traté de igualar su ritmo, pero me hubiera sido imposible. A ella la movía un devastador río de fuego interior; a mí, de momento, sólo su figura triste y desolada.
Pasó un largo rato. De vez en vez, ella le daba una vistazo a la página del libro que seguía abierto sobre sus piernas, aunque era evidente que su atención estaba en otra parte.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté.
—Yo no lo llamé —respondió ella, encogiéndose de hombros
Medité eso durante medio cigarrillo y dos sorbos de tequila.
—De cualquier modo ya estamos aquí —dije—. Hable si eso le representa alguna ayuda. Si no, acabemos con esa botella, digámonos algunas frases corteses y despidámonos sabiendo que, por una noche, la soledad se privó de nosotros. No es gran cosa, pero apenas puedo ofrecerle poco más.
—Yo no lo llamé —repitió en voz baja. Luego se me quedó mirando como si hasta entonces hubiese advertido mi presencia, con una mezcla de curiosidad y fastidio, y añadió—: ¿De dónde viene?
De Los Angeles. Venía de Los Angeles. Un lugar tan bueno y tan malo como cualquiera, salvo Bay City en los viejos tiempos. Venía de una oficina polvorienta, cuyo recibidor siempre tenía la puerta sin llave por si algún cliente llegaba en mi ausencia y se tomaba la molestia de esperar. Venía de un apartamento amueblado de manera convencional, donde sólo un vetusto juego de ajedrez podía aportar algún indicio sobre las aficiones del inquilino. Venía del eco de unos pasos resonando en calles progresivamente hostiles, venía de buscar sin que el objeto de mi búsqueda fuese ya ni siquiera un poco claro.
La mujer volvió a llenar mi copa. Casi había logrado igualar su ritmo. Todo era cuestión de seguir abriendo paso con las confidencias en medio de la noche.
Entonces comenzó a hablar de laberintos y espejos rotos, de voluntades insobornables y de huesos doloridos. Al final de todo, siempre, estaba la soledad. Poco importaba si la silueta recortada por la lluvia era la de un hombre con gabardina y sombrero sobre el fondo de un callejón, o la de una mujer lánguida y morena acariciando las cicatrices de su reflejo en los charcos. Al final del callejón, en el reverso del charco, más allá, siempre estaba un paisaje vacío, una madrugada abierta al infinito infinitamente mudo.
Me pidió que apagara la luz. La luna a través de la ventana nos volvió azules.
Seguimos hablando, hundiéndonos irremisiblemente en el relato de rostros, voces y situaciones que al otro, como siempre ocurre en estos casos, no podrían significarle más de lo que eran: testimonios de fantasmas contados por un extraño. No obstante, al final iba quedando un sedimento común que nos aproximaba de manera casi imperceptible al mismo territorio. Más allá de la mera anécdota, todo era lo mismo: abrir puertas sin llegar a saber detrás de cuál está escondida la verdad; ser vapuleado, ignorado, escupido, pisoteado y sin embargo sentir que hay una línea que no debe quebrarse, un aliento que no debe escurrirse, un reducto que no puede quebrantarse si por las mañanas uno quiere poder seguir mirándose a los ojos en el espejo. No sabría cómo llamarlo. Ella, mientras se decía vieja y cansada, habló de honestidad. Yo acompañé la confesión de mis ancianidades y mis cansancios con la certeza del alto costo que debe pagar quien se niega a tener precio.
Cuando la luna se perdió en el marco superior de la ventana, estábamos bastante bebidos. Seguíamos siendo azules, pero de un azul más concentrado, más oscuro, más sombrío. Ella tenía sueño y me pidió que extendiera los cobertores en los que estaba yo sentado. Mientras lo hacía, habló un poco de hombres y yo le respondí hablando un poco de mujeres. Amor ha sido siempre una palabra extraña en mi boca. Soy un tipo duro (o solía serlo) y en mi oficio las pasiones son vividas por los otros. Así que dejé que siguiera sola, que forzara los muros de su comprensión tratando de explicar lo inexplicable.
Cuando los cobertores estuvieron extendidos en el piso, tomé su cuerpo desnudo en mis brazos (era tan liviana, tan frágil) y la recosté. Ella apretó el libro contra su pecho. La arropé suavemente, sintiendo una leve opresión en el estómago. Estaba amaneciendo y yo debía marcharme, como un vampiro. Era sólo un sueño.
Los muros iban desvaneciéndose, los libros se confundían con las sábanas amarillentas de una cama, la ventana se convertía en un anaquel desvencijado y repleto de medicinas. Sólo quedaban sus ojos, su sonrisa y sus pechos sobresaliendo del cobertor. Me incliné y la besé en los labios húmedos. Ella me acarició el rostro durante un segundo y abrió su libro en las últimas páginas. Leyó:
—Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.
Luego se desvaneció y yo, anciano y enfermo de nueva cuenta, rechacé el jarabe que una gorda enfermera pretendía obligarme a beber. Dos de las diez camas estaban vacías otra vez. Dos nuevos cuerpos estaban siendo incinerados en algún sitio en ese mismo momento.
Le enfermera insistió con el jarabe. Yo le sugerí que no se molestara. Estaba por irme y lo único que quería era ver el cielo por última vez. Ella asintió, comprensiva; en su trabajo y en el mío siempre ha sido fácil advertir el rostro de la muerte en los ojos de los otros.
Permanecí acodado en la ventana, mirando la basura en el callejón. Aun cuando tosía de manera lamentable, cerrando los ojos podía sentir todavía esos labios húmedos bajo los míos, el azul de una penumbra límpida y tibia, y entonces todo lo demás importaba poco.
Era bueno haber descubierto, así fuera en el último instante, que existen pieles para las que ni el olvido ni la muerte han podido inventar la forma de decir adiós.

miércoles, 21 de enero de 2009

HOMERO


Moró entre nosotros ha ya incontables lunas, apenas durante unos pocos días, cierto beato de esos que en tiempos de paz infestan los caminos, menguando caridades y agotando paciencias con sus lastimeras preces a los dioses. Por oídas sabíamos que acababan de correrlo a palos de un pueblo cercano, aunque ignorábamos las razones, caso de haberlas. Su traza lo revelaba demasiado viejo para sostener pendencia alguna, no digamos ya para iniciarla.
Aquí pasaba poco. Administrar la indigencia y su aburrimiento suponía mínimo esmero, de modo que temprano venía a sorprendernos el día deambulando ensimismados por las inmediaciones del caserío, abismándonos en la contemplación del mar, trazando garabatos en las piedras, conversando absurdos que volvieran menos ardua la espera de la noche. Procurábamos ceder lo menos posible a la lascivia. Una boca nueva para alimentar demora demasiado tiempo en sostener dos brazos útiles para el trabajo. Ya suficientes carencias sobraban siendo cuantos éramos.
Sin curiosidad nos reunimos hacia el ocaso en torno de la pobre primicia que a nuestras vidas podía representarle aquel viejo, antes de que el hábito lo volviera indigno de atención. Nos contempló en silencio, con la obsequiosa sonrisa de los pedigüeños dibujada en los labios; solicitó mediante fatigosos aspavientos el favor de sus deidades, y sólo entonces inició por fin la historia que venía a cantar. Al salir la luna, no quedaba escuchándolo una sola alma.
Ignoro cómo se las arregló para saciar hambre y sed durante el breve período que permaneció con nosotros, durmiendo a la intemperie, soportando el rayo pleno del sol, aguardando quién sabe qué. Hasta el día de su partida, ninguno, hembra o varón, niño o anciano, se acercó a dirigirle la palabra, menos aún a solicitar que retomara la historia interrumpida.
Voy percatándome de que hasta este punto, mi relato no sugiere ofensa digna de justificar la saña en que por causa suya acabamos cebándonos. Lo cierto es que su sola presencia muda, así como el gesto beatífico con que nos observaba, iba haciéndose a cada momento más insoportable. Sabiendo nuestra aldea bajo sus ojos, cada vereda polvorienta, cada lindero escarpado, cada techo raquítico, no podía dejar de evocarnos los esplendores de la ciudad amurallada que su canto inconcluso había alcanzado a sugerir.
Esa mirada acababa de ensanchar un abismo entre el cielo y nosotros. Acaso tal abismo hubiese estado siempre ahí, pero hasta entonces se nos había evitado piadosamente contemplarlo. En adelante, no seríamos sino sombras. Sombra de palacios nuestras chozas, sombra de perfumados rizos nuestras enmelenadas greñas, sombra del invicto pecho de los héroes nuestros cuerpos, sombra de inmortales reinas y feroces cautivas nuestras mujeres, sombra de celestiales designios nuestra árida aplicación por sobrevivir.
Apaleamos sus huesos, escupimos su carne, maldijimos sus dioses. Antes de arrojarlo vereda abajo, restregamos contra sus ojos una tea encendida. Alentábamos la esperanza de que fuese esa postrer mirada negra, y no la otra, la que en sueños viniera a visitarnos
.

lunes, 10 de noviembre de 2008

LA LLAMADA DE LA SELVA


Me voy a la selva dice. Tiene una maleta abierta sobre la cama y deposita en ella un par de pantalones de mezclilla. El armario entreabierto y semivacío me permite concluir que ya la mayor parte de su ropa ha sido incorporada al inminente viaje.
Yo en principio no logro entender con claridad de qué está hablando. Bastante esfuerzo representa ya mantenerse de pie a pesar de las arcadas y el mareo. Selva murmuro, y acuden a mi mente hipopótamos retozando en el pantano, guacamayas multicolores emitiendo imposibles cánticos desde la rama de un árbol, rugidos de misteriosa procedencia, pigmeos con cerbatana y aguijones envenenados, Kriga-Tarzán-bundolo...
¿Me haces un sitio en la cama, Jane? Creo que bebí de más. Asiente y, en silencio, recorre su maleta hasta la orilla del colchón. Casi estoy por añadirle a mi lamentable estado un punzante cosquilleo de culpabilidad, cuando ella cede a la tentación de devolverme el sarcasmo. Andele, mi Hemingway, acuéstese. Perfecto. Dos minutos (no sé por qué no puedo dejar de ver el reloj) y ya nos anotamos un punto cada uno. A pesar de las cincuenta y tantas horas que hemos pasado sin vernos, permanecemos en magnífica forma.
Avanzo hacia la cama como por la cubierta de un barco a punto del naufragio y, recostado ya, me asalta una duda repentina: ¿Por qué Hemingway? Las dos veces anteriores en que esto ocurrió («esto» es salir cierta mañana diciendo voy a la tienda y volver tambaleándome un par de días más tarde) fui primero Charles (por Bukowski) debido sin duda al olor a fruta podrida, y después Henry (por Miller) debido a las marcas rojizas en la garganta y las huellas de labial en el mentón. Hemingway... lo primero curioso es que haya cambiado el nombre de pila por el apellido. Claro que la pronunciación de la palabra Ernest no deja de tener su grado de dificultad; al principio uno siente la tentación de convertirla en Ernst para distanciarla lo más posible de Ernesto (nada más vergonzoso que las editoriales empeñadas en llamar Antonio a Chéjov, Luis a Pirandello y Gustavo a Flaubert), pero cuatro consonantes juntas para una boca habituada al castellano... Hemingway... ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegué?
Ella acaba de extraer de un cajón toda su ropa interior. Eso distrae a cualquiera. Cuelgan los tirantes de un sostén negro que hace una eternidad desabroché sin más ayuda que la de los nudillos del meñique izquierdo. Se alternan una y una las... ¿bragas? ¿pantaletas? ¿calzones? (ojalá que nunca tenga que enfrentarme en ninguno de mis textos a la disyuntiva de tener que optar entre una de estas palabras abominables) de satín, de algodón, de satín, de algodón; así, hasta completar diez. El satín es ideal para la época de calor o para las noches de lujuria incontrolable. El algodón va más con el frío y con los momentos de ternura y complicidad semi-infantil. Capítulo aparte esa prenda blanca y minúscula que, húmeda, tiende a adherírsele como una segunda piel (¿cuántas veces se habrá repetido a estas alturas eso de «como una segunda piel»?) y que terminó por usar ya únicamente, a petición mía, bajo la regadera, cuando nos bañábamos juntos. Hemingway...
Tengo comezón en la nuca. Levanto una mano para rascarme. Sorpresa. Hay en ella una lata de Budweiser (viva el libre comercio). Malditas las ganas que tengo de seguir bebiendo, pero de cualquier forma me la llevo a los labios. Sorpresa. Está vacía. La dejo rodar por mi regazo y se detiene entre las rodillas. Nueva sorpresa. Mi pantalón está manchado de sangre. Muy manchado. Vuelvo a mirar el reloj y me distraigo. No me fijo en la hora, sino en los desmesurados lunares que cubren mi muñeca. Sangre también. ¿De dónde salió?
Hemingway... ¿Selva dijo? La relación puede estar ahí. Hemingway igual a selva. Pero no, el que se va a la selva no soy yo. Hemingway ella, que pretende lanzarse en pos de las nieves del Kilimanyaro en lugar de simplemente aceptar la derrota. Llamarme así debe ser otra manera de lavarse las manos, de culparme a mí de todo lo que pasa sin asumir que si esto se está yendo a la mierda es por responsabilidad mancomunada... ¿Selva dijo?
¿A qué vas a la selva? Me mira por encima de la maleta, sin abandonar lo que está haciendo (doblar un suéter de cuello de tortuga que yo le regalé) y hace notorios esfuerzos por sonreír. ¿Qué, no lees los periódicos?
No últimamente. Veamos. Si hoy es jueves y la última vez que estuve recortando titulares y clasificando artículos fue el sábado anterior, debo estar cumpliendo uno, dos, tres... seis días sin contacto con la masificación informativa. Me gustaría poder decir que este alejamiento se debe a un rechazo del estilo, el tono y la profundidad que vienen privando últimamente en el periodismo nacional, ayer permeado por el enfoque y la dinámica de la nota roja y hoy convertido en una amable y descafeinada crónica de sociales, incluso en aquellos medios que antaño servían para inflamarnos la flema revolucionaria. Pero si dijera eso estaría faltando a la verdad (¿Hemingway?); no he leído el periódico en los últimos seis días por motivos estéticos, conyugales y etílicos, en ese orden. ¿Me he perdido de algo importante? ¿Qué pasó en la selva durante este tiempo? ¿Volvió Tanzania al comunismo primitivo, revivió Lumumba, rompió Mowgli su contrato exclusivo con Walt Disney? ¿De dónde salió toda esta sangre?
Extiende sobre la cama, junto a mí, unos cuantos papeles, rotulados con caligrafías que no conozco. Anota algo en su agenda, me da una tarjeta y dice que es posible que en los siguientes días traigan una carta. Por favor me la mandas a esta dirección, ¿no? En la tarjeta está el nombre de una calle y un número. San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Por ahí hubiésemos empezado, Jane. Ahora empiezo a comprender por quién doblan las campanas, aunque Hemingway siga, a mi modo de ver, más emparentado contigo que conmigo. ¿Llevas ya tu pasamontañas, tu paliacate, tu fusil y tu playera de I Love Zapata? ¿Y tu libreta de autógrafos? Porque supongo que entre tus planes de tour se incluye una entrevista con el gran gurú, ¿no? O.K. Sin resentimientos ni sarcasmos. No obstante... Disculpa que insista, pero últimamente estoy un poco estúpido, me cuesta trabajo pescar las sutilezas. ¿A qué vas a la selva?
Me mira a mitad de la piedad y de la rabia. De pronto tengo la incómoda impresión de que siempre me ha mirado así. Claro, Kimo-sabi, discúlpame, ya entiendo: los indios te necesitan. Cuando estén fumando la pipa de la paz, no olvides dedicarme un brindis.
¿Qué va a ser de las sesiones de estudio? inquiero con pretendida candidez. Ella emite una sonora carcajada. No sabe reír; siempre que lo hace parece estar fingiendo. Aunque tal vez ahora sea sincera. Después de todo, yo, el más entusiasta promotor de esas sesiones, no he asistido a las tres últimas. Presiento que debieron cancelarse por falta de quórum. Otra ocurrencia fastidiada. En fin, era de esperarse. ¿A quién puede interesarle la lectura del bisabuelito Karl, los abuelitos Vladimir y León y el tío Ernesto a estas alturas del partido? No en balde cambiamos hace ya rato el anacrónico epíteto «lucha de clases» por el menos comprometedor «reivindicación de las demandas de la sociedad civil». Abiertos a la teoría revolucionaria siempre y cuando nos permita licenciarnos en ciencias de la comunicación sin remordimientos de por medio. ¿Por qué no puedo dejar de ver el maldito reloj?
¿Y tu trabajo?
Se encoge de hombros y arruga los labios. Repentinamente me gustaría besarla. Pero la visión de la sangre seca en mi pantalón y en mi muñeca ha recrudecido el mareo, por lo que no es conveniente improvisar ningún movimiento brusco. Hemingway... Habla con gesto de afectada gravedad. A veces hay que tomar decisiones drásticas. Sólo se vive una vez. ¿Qué sigue? ¿La música de violines? Si no tomas ese avión ambos nos arrepentiremos, tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero muy pronto. Cuando soñaba vivir mi propio Casablanca la verdad es que pensaba en otra cosa, no en perder al amor de mi vida por un inalcanzable Víctor Laszlo con capucha y conectado a Internet. Stop. Basta de frivolizar todavía más nuestros pocos patrimonios míticos de fin de milenio. Mejor cantemos la Marsellesa antes de que los nazis vengan a cerrarnos el bar. Después yo podré dormir y ella podrá irse a jugar a los cazadores del arca perdida con la sombra que quiera.
Mi interpretación del himno nacional «más hermoso del mundo» (palabras de una profesora de Química en la secundaria) debe dejar mucho que desear, pues no conozco una palabra de francés y, con el alcohol, mi voz se ha atribuido el derecho de crear sus propios patrones melódicos y rítmicos; pero eso no me parece suficiente para legitimar la mirada que ella me dedica, cediendo a la piedad por encima de la rabia. Opto por el silencio.
No parezco tener ninguna herida; luego entonces, la sangre que me cubre no me pertenece. (Esa bien podría ser la frase de carácter de mi generación).
Play it again, Sam suspiro y extiendo una mano para pulsar el botón de la grabadora abandonada sobre el piso, entre un montón de cintas sin rotular. Suena uno de esos cantautores de baratillo y sin cafeína (mitad Dylan-mitad trova cubana) que vienen proliferando a últimas fechas. Cambio la cinta (ella ha guardado su agenda y sus papeles en un ajado morral de cuero y está cerrando los broches de la maleta). Tania Libertad y su erotismo descalcificado. Vuelvo a cambiar la cinta. ¿Dónde diablos están mis cassettes de Satie? Daniel Viglietti, veinte años después. Mientras él grababa esta canción yo debía estar tumbado en la sala de mi casa, viendo cartones de Hanna-Barbera por televisión, o memorizando las tablas de multiplicar. ¿Y Hemingway? ¿Cuántos años llevaba muerto para entonces? Ella deposita la maleta sobre el piso y se sienta en el borde más alejado de la cama, mirando hacia la pared, como esperando...
No quiero preguntar «¿y nosotros?». Temo por igual la carcajada, el fruncimiento de labios (cómo me gustaría besarla) y el encogimiento de hombros. Además qué importa. Nos queda París. A cualquiera que se le haya podrido alguna vez el corazón le quedará siempre París, que generosamente ha dejado de ser una ciudad para convertirse en un estado de ánimo, en una referencia universal, en el arquetipo primordial de todos los sueños cancelados y todas las nostalgias posibles (parece que Hemingway no está dispuesto a perder el protagonismo esta tarde, ¿eh?). El nuestro acaso haya sido un París menos poético que el confeccionado por Michael Curtiz, pero qué se le va a hacer; tampoco somos Bergman y Bogart.
Estoy harto de mirar la hora cada dos segundos sin saber por qué. Arranco de mi muñeca el reloj de pulsera y lo arrojo contra la ventana. Ni siquiera alcanza a cubrir la mitad del trayecto; aterriza junto a una pata de la cama, muy cerca de mi pie derecho. Una oleada pestilente y ácida se eleva por mi garganta. Aprieto los párpados y los labios, crispo los dedos sobre el estómago y el malestar se difumina poco a poco, sin por ello dejar de ser una presencia tangible, repartida por todo el cuerpo en espera del momento de la concentración y la ofensiva finales.
Ella permanece inmóvil, de perfil, con la vista perdida en la inmensidad rugosa del muro de enfrente. ¿En qué estábamos? Ah, sí; en nuestro París, en el balance de nuestra pasión racionalmente fundada sobre los preceptos de la revolución francesa. Lo de siempre: el mundo en guerra y nosotros nos enamoramos. Pero sin caer en los recurrentes errores del ayer. Nada de propiedad privada (ya que no podíamos abolirla de los medios de producción, siquiera buscábamos erradicarla de nuestros aparatos de reproducción), nada de límites, nada de ejercicios de poder sobre el otro. Igualdad, libertad y fraternidad, sí señor. Quemar la bastilla de la relación amorosa convencional. Sonaba bonito, ¿no? Aunque sólo fuera un tejido teórico para sostener nuestra nula voluntad de asumir compromisos perdurables y profundos con el otro. Tal vez hubiese sido mejor confesar que veníamos de experiencias que nos hacían recelar de la convivencia cotidiana y las responsabilidades conyugales, y que con pasión o sin ella no estábamos dispuestos a dejar de acostarnos con quien nos apeteciera, en el momento en que nos apeteciera. Así, la semillita de posesión que todo amor supone probablemente no habría dado retoños. Cierto que en ese caso no habría retoñado ninguna de las semillas necesarias para que el amor pueda ser considerado sin reservas como tal, pero al menos yo me hubiese ahorrado los seudónimos de Charles, Henry y Hemingway (¿por qué Hemingway?) y tú este excesivo pretexto épico, este lamentable show de despedida civilizada. Eso sin contar que nunca le hubiera roto los espejuelos a aquel violoncelista escuálido y lampiño (lo que me ofendió no fue tu infidelidad, sino tu mal gusto), ni tú tenido que inventar discrepancias ideológicas cada vez que yo me enredaba con alguna de nuestras ocasionales compañeras de lucha.
Sigo con mi intermitente pero minucioso autorreconocimiento corporal, en busca de una explicación para esta sangre. Tras concluirlo, puedo afirmar categóricamente que el único malestar que cabe destacar más allá del debido a los efectos del licor, es el de una ligera punzada sobre el pómulo derecho. Hacia él llevo mi mano, libre ya del bote de Budweiser. Duele el pómulo y la cuenca toda del ojo, que voy recorriendo con los dedos. Debo tener un lindo y enorme moretón. Así que a esto debemos la alusión a Ernest. Ojo lastimado igual a pelea igual a Hemingway. La simpleza del razonamiento no deja de ser decepcionante. En fin. La duda que ahora me asalta es la de mi hipotética pelea. ¿Con quién? ¿Por qué? ¿Qué fue del poseedor original de toda esta sangre?
Ella también tiene un reloj. También lo mira con insistencia. Esto es para morirse de risa. Si hubiese a la mano una cámara de video y un psicoanalista podríamos hacer un buen negocio. Existencialismo didáctico dirigido a terapias de pareja. Diez minutos de diálogo monosilábico y luego soliloquios alternados en pantalla, para que cada uno manifieste su particular punto de vista respecto a la relación. ¿Qué estás esperando? ¿Que te pida que te quedes? No voy a hacerlo, mi amor. Sería un síntoma de flaqueza y, al igual que tú, estoy dispuesto a llevar mi papel hasta el final. La cordialidad y la razón por encima de todo...
Mejor hagamos un poco de retrospección para ver si es posible dejar en claro el origen de la sangre. Hasta ayer al medio día sólo había bebido un poco de ron. Estaba aceptablemente limpio. Ojeroso, friolento y desaliñado, pero limpio. De modo que estas manchas parduzcas (debo mantener los ojos cerrados si no quiero que las náuseas pasen a mayores) tuvieron que aparecer en el transcurso de la tarde... Hemingway. Qué poco imaginativo de tu parte. Hoy es jueves. Memoria, memoria... ¿qué planes había para el miércoles?
¿Quieres que cierre la cortina? consulta a media voz, mientras enciende un cigarrillo. Por lo visto se ha armado de paciencia. Lástima. Ser pacientes cuando ya no podemos esperar nada uno del otro me parece una estúpida pérdida de tiempo. Déjalo; así está bien. Miércoles, miércoles, miércoles. Ya. Manifestación a las 16 horas, mitin a las 17. Como el día en que nos conocimos. Entre todas las manifestaciones de todos los pueblos del mundo, ella tenía que entrar en la mía. Los policías en el portón del edificio colonial vestían de azul; tú de rojo, como en los mejores sueños del erotismo proletario. Bello inicio para una historia en la que, como debe ser, mientras más hacíamos el amor más ganas teníamos de hacer la revolución, aunque lo que esto último suponía nunca llegara a esclarecerse. Después repetimos el ritual a menudo. Aumentos salariales, protestas sindicales, actos conmemorativos independientes, eventos de solidaridad. Sin distinciones. Ya que ninguna lucha era la nuestra, todas podían serlo. Duro, duro, duro... Mantas de letras chorreantes, consignas y más consignas, alguien con una guitarra en la mano y seiscientos mil lugares comunes en la garganta, una docena de oradores improvisados entre los que siempre procurábamos contarnos alguno de los dos, amigos, conocidos, compañeros todos. ¿Asistí al acto de ayer? ¿Tras tantos años al fin recibí golpes por la causa, al fin padecí en carne propia la represión de la oligarquía y ahora soy incapaz de recordar? ¿Cómo es posible que un evento tan trascendente se esconda así en los entretelones de la amnesia? Creo que voy a vomitar.
Ella se mantiene imperturbable, en su sitio. Además del irresistible deseo de besarla me entran ganas de hacerle un cuadro. Mujer equilibrada mirando a la pared cigarrillo en mano mientras se apresta para acudir a su cita con la Historia. Maricona estúpida. Si no se marcha en este instante, voy a tener que olvidarme de cuanto suelo declarar cada ocho de marzo y romperle los dientes. Si se le ocurre decir «incompatibilidad de caracteres» la arrojaré de cabeza por la ventana. Si me mira por encima del hombro y entorna los párpados no voy a resistir la tentación de pedirle que se quede; aunque sea inútil, aunque no tenga sentido, aunque sin remedio esto se haya echado a perder. Viglietti en lo suyo; ¿qué le importa que sus alusiones al ideal bolivariano estén fuera de lugar? Cambio de cinta. Oprimo el botón repitiendo play it again, Sam. Ella observa su reloj mientras exhala con fastidio una nueva bocanada de humo. Presiento que no capta el sentido de mi broma. Tampoco entendió nunca mis problemas para escribir literatura social sin hacer realismo jurásico. Además prefería las películas de Al Pacino a las de Bogey. Que se joda.
Pink Floyd. Ignoro qué álbum y qué pieza. Hay temas en los que no soy lo que se dice un erudito. El rock progresivo es uno de ellos. Dejo correr la cinta, pues tengo asuntos más urgentes reclamando mi atención. Las oleadas de acidez han sido especialmente pertinaces en los últimos minutos, obligándome a realizar complicadas rutinas respiratorias. La cabeza ha comenzado a dolerme. Lo único rescatable de esta experiencia es que la intensificación de los malestares estomacales parece ser directamente proporcional a la recuperación de la memoria. Mientras más violentas y continuas se hacen las arcadas, más nítidas aparecen ante mí las imágenes de la tarde de ayer, aunque todavía no se clarifique en ellas el origen de la sangre. Alguien llama a la puerta.
Miércoles, 15:30. Me veo rematando una discusión de casi veinte horas en la que mis dos interlocutores pretendían minimizar mi repentino nihilismo como una derivación inconsciente y pasajera de mis problemas sentimentales. Acumulo un sinfín de argumentos, caracterizándonos como un puñado de autocomplacientes. Presiento que acabaremos mal. ¿Tanto como para llegar a la violencia? ¿Es suya esta sangre? Qué manera de llamar; quien quiera que sea, debe pertenecer a ese grupo de imbéciles que suponen que uno vive tras la puerta esperando su llegada. Alguien vaya a abrir, por Dios santo. Gracias. Al fin. El silencio. Volvamos a la recapitulación. Me veo repitiendo los predecibles rituales. Marchar y corear. Me veo continuando la discusión entre la multitud, integrada en su mayoría por miembros de la agrupación convocante (¿frente, comité, unión, sindicato, movimiento, alianza?). Me veo increpando a los oradores, desatando ambiguos sentimientos en la concurrencia: bochorno en unos (los dos que me acompañan) y hostilidad en otros (los demás, cosa de trescientos). ¿Acaso fuimos linchados por la turba inconsciente?
Alguien cuchichea en el otro cuarto. Abro los ojos. El pecho me da un vuelco. El lugar que ella ocupaba hasta hace unos momentos en la cama está vacío. ¿Habrá sido capaz de irse así? No. La maleta continúa sobre el piso y no han terminado de diluirse en el aire los dibujos del humo. ¿Quién es? pregunto. No hay respuesta, pero puedo estar tranquilo mientras su equipaje siga haciéndome compañía. Habrá que mantener los ojos abiertos y vigilarlo, aunque con ello la habitación parezca convertirse en un carrusel. Concentrémonos en el recuento. ¿Qué pasó entonces? Me veo escapando de las garras de Fuenteovejuna. Apenas. Estaba tratando de arrebatarle el micrófono al orador en turno, rodeado por una decena de individuos más bien malhumorados, cuando mis acompañantes lograron arrancarme de la tribuna y conducirme a empujones calle abajo. Me veo entrando con ellos en una cantina de puertas batientes (como debe ser) para digerir el miedo y el disgusto. Me veo varias horas más tarde, ante cinco o seis botellas vacías, preguntándole «¿soy o me parezco?» a un parroquiano tanto o más entonado que yo, dos mesas más allá. ¿Podemos entonces considerar estas manchas un sentido homenaje a las películas de Pedro Infante y Jorge Negrete?
No cesan los cuchicheos al otro lado del muro. ¿Qué se supone que estás haciendo, Jane? Regresa aquí. Hay un par de cosas que quisiera decirte. Ya que estamos en la escena final, propongo que nos tomemos algunas libertades con el libreto. No más ascetismo, no más convención trágica (tú sabes: violencia a espaldas del espectador y cosas de ésas). Vamos a convertir nuestro Waterloo en un desaforado melodrama. Afila tus uñas y arranca tus cabellos. Deja aunque sea un pequeño testimonio de que me quisiste siquiera un poco. Tanta aparente madurez me sabe mal. A cambio, yo puedo ofrecerte un sincero escarnio de tu expedición y sugerir (sólo sugerir) que no representa más que una nueva faceta de tu permanente fuga rumbo al sinsentido, la vacuidad, la pereza y el hastío.
Me veo recibiendo un impecable derechazo en el rostro. Me veo derribando en mi caída una mesa colmada de bocadillos de mojarra y vasos de cerveza oscura. Me veo en el piso, protegido de los envites de mi envalentonado contrincante por la oportunísima intervención de mis compañeros de manifestación, mitin y juerga. Me veo subiendo a una de esas caminonetas policiacas (abiertas, con dos uniformados viajando de pie, metralleta al hombro) que en los últimos tiempos patrullan incesantemente las calles, dando testimonio de que el régimen no ha olvidado que la represión es, en primera instancia, una cuestión de estímulo visual. No he conectado un solo golpe. No ha habido en la escena más sangre que la simulada en un mediocre cartel taurino, manchado ahora de salsa verde. El dueño de la cantina insiste en que alguien tiene que pagar los bocadillos, la cerveza oscura y el cartel. Me veo cometiendo el gravísimo error de echar mano a mi bolsillo y sacar de la cartera un par de billetes, mientras los uniformados intercambian una mirada de inteligencia (o algo parecido; con ellos nunca se sabe).
¿Quién escribió «La llamada de la selva»? London, ¿no? Entonces tal vez lo más correcto sea llamarte Jack y no Jane. ¿Qué haces que no vuelves? Tanto cuchicheo ha comenzado a ponerme nervioso. Eso sin contar que la habitación acelera inexorablemente su ritmo de oscilación. Me aferro a la cama como al corazón de un péndulo y miro mi muñeca desnuda, olvidando por un momento que el reloj ya no esta ahí. Regresa. Jane... Jack... Ingrid. Regresa de tanto absurdo exilio. La selva se halla aquí, entre estas cuatro paredes. Devastada, herida, calcinada, pero más cierta que cualquier atavismo kiplingiano. La voz de la selva que nos llama es la de nuestras invisibles corrientes, la de nuestras temibles mareas, la de nuestra sorda vocación de ciénaga y manglar. La selva que nos llama ya la hemos explorado, cuerpo a cuerpo, en noches infinitas. No la dejes así... ¿Estoy llorando? Sólo eso faltaba. Un sentimental de los ecosistemas espirituales. Qué patético. Las náuseas continúan y con ellas el progresivo desvelamiento de la memoria.
Me veo en una colonia perdida, caminando entre casas de cartón, perseguido por los perros. Mis dos estoicos acompañantes manifiestan cierto rechazo hacia mí. No los culpo; después de todo, esta inesperada aventura nocturna no estaba en sus planes. Los uniformados quisieron ahorrarnos la fastidiosa burocracia de las multas y la prisión preventiva y, tras vaciar nuestros bolsillos, se han tomado la molestia de traernos hasta acá, imponiéndonos el enternecedor castigo de volver a nuestras casas caminando. La madrugada es todavía joven. La falta de alumbrado público nos permite admirar a plenitud la fina rebanada de la luna sobre el cielo estrellado. Con la cartera se han esfumado todos los fondos del presupuesto quincenal para mi supervivencia y la de Jane (que en este momento aún no se llama Jane). Presiento que no le hará mucha gracia. Mientras tanto, estos solitarios, famélicos pobladores nocturnos del paisaje del subdesarrollo, van multiplicándose en torno nuestro con manifiesta ferocidad. Presiento que no ha llegado hasta sus oídos aquello de que el que ladra no muerde. ¿Será suya la sangre?
Ella regresa a la habitación, se echa el morral al hombro y se aproxima a la cama. Ya me voy dice. (Me veo consumiendo la mañana en el cuarto de vecindad de uno de mis compañeros de odisea. Los perros insómnicos nos perdonaron la vida. Aún no aparecía la sangre). ¿Quieres que te toque las golondrinas? murmuro, y a los dos segundos ya me he arrepentido. Ella aprieta los labios y se inclina para tomar la maleta. Yo trato de enderezarme bruscamente. Garrafal error. El techo parece comprimirse contra mi cabeza. De bruces sobre el colchón extiendo un brazo y alcanzo a balbucear Jane, espera... Ella duda un momento, suelta el asa de la maleta y se vuelve hacia mí, lentamente. Nos miramos. Bellísimo. Corín Tellado no lo hubiese escrito mejor.
La memoria no cede. Jueves, 10:00 hrs. Me veo consumiendo en silencio, en compañía de mis dos compañeros de discusión, mitin, jerga y excursión, un par de cartones de Budweiser que alguien le regaló recientemente al dueño del cuarto; hacia el medio día se me impone un vago sentimiento de responsabilidad y decido salir a buscar dinero. Luego de tres o cuatro intentos infructuosos optaré por el absurdo. Terminaré en el mercado, ante un puesto de pollo, dialogando con la dependienta (una anciana con la que he coincidido en varios mítines). Tras un breve estira y afloja (insiste en que me vaya a descansar) aceptará tomarme como empleado emergente, más por piedad que por otra cosa. «Nomás hoy; y no voy a poder darle mucho» recalca.
En vista del silencio, Jane vuelve a inclinarse. La tomo del brazo antes de que llegue a alzar la maleta. Feliz coincidencia: su boca queda a un palmo de la mía. Tiene los ojos húmedos. Justo entonces, alguien aparece en el marco de la puerta y pregunta ¿Qué pasa? Pink Floyd sigue tocando. Me veo estrechando un tembloroso animal emplumado contra mi pecho; tiene miedo antes incluso de encontrarse cabeza abajo, aprisionado por el cucurucho de metal, mirando enloquecido la cubeta rebosante de plumas y de un líquido acre, espeso, púrpura.
El intruso porta unos espejuelos ovalados que ya en alguna ocasión tuve el placer de quebrar. Me incorporo y aparto a Jane con un brusco empujón. El piso ondula bajo mis pies. Basta un finísimo corte para que los pollos, entre convulsiones, pataleando, comiencen a chorrear. Y es como si se les vaciara el alma cuando el líquido rojo cae, manchándoles el pico, los ojos y la minúscula cresta.
Lo que me ofende es tu mal gusto gruño, más dolido de lo que mañana estaré dispuesto a admitir. Encaro al infecto especimen (al diablo con la objetividad narrativa) esbozando una guardia pugilística que debe dejar mucho que desear. El advierte que no me encuentro en mi mejor forma. Jane me grita algunas linduras que prefiero pasar por alto. Si los pollos son decapitados tienden a estremecerse más intensamente y a desangrarse con mayor rapidez. No obstante, esta técnica parece resultar pésima desde el punto de vista comercial. La clientela se aleja despavorida. «Las cabezas se las corto yo, ya que estén desplumados; usted nomás hágales una rajadita» dice tímidamente la anciana. A pesar del delantal de plástico, he conseguido mancharme de lo lindo el pantalón.
Mi revés a la mandíbula falla de un modo lamentable. Estoy en el piso, de rodillas, tratando de controlar el mareo y llenándome la cabeza con sangrientas imágenes que a mi estómago no le causan ningún bien. Jane me asesta una sonora bofetada, el intruso de los espejuelos alza la maleta y la abate contra mi rostro. Sangre, sangre, sangre.
Esta sería una buena oportunidad para ensayar el mítico grito del rey de la selva popularizado por Hollywood. Adoro ese tipo de golpes de efecto. Lástima. Bastante esfuerzo representa ya tratar de levantarse del piso y contener el fragor estomacal que se me propaga garganta arriba. Veo los pies de Jane y del intruso saliendo de la habitación. Vuelven a cuchichear. Me arrastro hacia el baño, cuya puerta está entornada. La sangre me anega los labios y, ya que no puedo dejar de paladearla, opto por un breve examen comparativo. Concluyo que la de los pollos tenía un mejor sabor, más dulce. ¿Habrán dado las seis? La anciana dijo que a esa hora ya estaría por ahí su hijo y podría pagarme. Qué vulgares tienden a volverse las historias cuando las comprendemos por completo. Se escucha un sólido portazo. Ahí va Jane, acudiendo solícita a la llamada de la selva. Hemingway... qué poca imaginación.
Todavía hago por llegar al baño durante algunos instantes. Luego abandono todo esfuerzo. Qué más da. No será ni la primera ni la última vez que me toque limpiar un charco de vómito del piso.

sábado, 23 de agosto de 2008

Ismena

¿Bárbara?

Veamos. Mis dos hermanos se mataron a balazos. Mi madre se suicidó. Mi padre se marchó renegando de todos nosotros y mi hermana murió dando la vida por sus ideales.
¿De qué me ocupaba yo mientras tanto?

Cuando intento recordar los tiempos en que escuché por vez primera el rumor de que sobre mi familia pesaba una terrible maldición, me veo jugando a la Rueda de San Miguel en el atrio de la parroquia. Si evoco el llanto de mi madre durante la época en que por fin descubrió quién era en realidad el hombre con que se había casado, se me impone el perfume de los recados que mi primer pretendiente me arrojaba desde lejos, camino del expendio de pan.

El día que mis hermanos se mataron, andaba en la feria, coqueteando con los muchachos trepada en el carrusel, pero fui yo la que habilitó la cruz que hasta hoy puede verse en el sitio donde ocurrió la desgracia. La noche que mi madre se ahorcó, estaba a veinte kilómetros, de visita en casa de unos parientes, pero fui yo quien le enhebró la trenza y le puso su vestido de holanes para el sepelio. La tarde que mi padre se marchó, no había nadie aparte de mí en el campanario, diciéndole adiós. La madrugada que sentenciaron a mi hermana, quedé afónica de tanto suplicar que me encerraran junto con ella.

Siento que mi historia empezó después; incluye una boda sencilla, media docena de partos sencillos, una casa sencilla, años sencillos pasando unos tras otros sin mayor sobresalto ni premura. No negaré que esta puede resultar menos entretenida que la otra, pero es la mía.

¿Bárbara? Según se mire. Tal vez sea sólo que en medio de tanta tragedia, a alguien debía tocarle el papel de ser feliz. Y entenderlo.