miércoles, 21 de enero de 2009

HOMERO


Moró entre nosotros ha ya incontables lunas, apenas durante unos pocos días, cierto beato de esos que en tiempos de paz infestan los caminos, menguando caridades y agotando paciencias con sus lastimeras preces a los dioses. Por oídas sabíamos que acababan de correrlo a palos de un pueblo cercano, aunque ignorábamos las razones, caso de haberlas. Su traza lo revelaba demasiado viejo para sostener pendencia alguna, no digamos ya para iniciarla.
Aquí pasaba poco. Administrar la indigencia y su aburrimiento suponía mínimo esmero, de modo que temprano venía a sorprendernos el día deambulando ensimismados por las inmediaciones del caserío, abismándonos en la contemplación del mar, trazando garabatos en las piedras, conversando absurdos que volvieran menos ardua la espera de la noche. Procurábamos ceder lo menos posible a la lascivia. Una boca nueva para alimentar demora demasiado tiempo en sostener dos brazos útiles para el trabajo. Ya suficientes carencias sobraban siendo cuantos éramos.
Sin curiosidad nos reunimos hacia el ocaso en torno de la pobre primicia que a nuestras vidas podía representarle aquel viejo, antes de que el hábito lo volviera indigno de atención. Nos contempló en silencio, con la obsequiosa sonrisa de los pedigüeños dibujada en los labios; solicitó mediante fatigosos aspavientos el favor de sus deidades, y sólo entonces inició por fin la historia que venía a cantar. Al salir la luna, no quedaba escuchándolo una sola alma.
Ignoro cómo se las arregló para saciar hambre y sed durante el breve período que permaneció con nosotros, durmiendo a la intemperie, soportando el rayo pleno del sol, aguardando quién sabe qué. Hasta el día de su partida, ninguno, hembra o varón, niño o anciano, se acercó a dirigirle la palabra, menos aún a solicitar que retomara la historia interrumpida.
Voy percatándome de que hasta este punto, mi relato no sugiere ofensa digna de justificar la saña en que por causa suya acabamos cebándonos. Lo cierto es que su sola presencia muda, así como el gesto beatífico con que nos observaba, iba haciéndose a cada momento más insoportable. Sabiendo nuestra aldea bajo sus ojos, cada vereda polvorienta, cada lindero escarpado, cada techo raquítico, no podía dejar de evocarnos los esplendores de la ciudad amurallada que su canto inconcluso había alcanzado a sugerir.
Esa mirada acababa de ensanchar un abismo entre el cielo y nosotros. Acaso tal abismo hubiese estado siempre ahí, pero hasta entonces se nos había evitado piadosamente contemplarlo. En adelante, no seríamos sino sombras. Sombra de palacios nuestras chozas, sombra de perfumados rizos nuestras enmelenadas greñas, sombra del invicto pecho de los héroes nuestros cuerpos, sombra de inmortales reinas y feroces cautivas nuestras mujeres, sombra de celestiales designios nuestra árida aplicación por sobrevivir.
Apaleamos sus huesos, escupimos su carne, maldijimos sus dioses. Antes de arrojarlo vereda abajo, restregamos contra sus ojos una tea encendida. Alentábamos la esperanza de que fuese esa postrer mirada negra, y no la otra, la que en sueños viniera a visitarnos
.