sábado, 23 de agosto de 2008

Ismena

¿Bárbara?

Veamos. Mis dos hermanos se mataron a balazos. Mi madre se suicidó. Mi padre se marchó renegando de todos nosotros y mi hermana murió dando la vida por sus ideales.
¿De qué me ocupaba yo mientras tanto?

Cuando intento recordar los tiempos en que escuché por vez primera el rumor de que sobre mi familia pesaba una terrible maldición, me veo jugando a la Rueda de San Miguel en el atrio de la parroquia. Si evoco el llanto de mi madre durante la época en que por fin descubrió quién era en realidad el hombre con que se había casado, se me impone el perfume de los recados que mi primer pretendiente me arrojaba desde lejos, camino del expendio de pan.

El día que mis hermanos se mataron, andaba en la feria, coqueteando con los muchachos trepada en el carrusel, pero fui yo la que habilitó la cruz que hasta hoy puede verse en el sitio donde ocurrió la desgracia. La noche que mi madre se ahorcó, estaba a veinte kilómetros, de visita en casa de unos parientes, pero fui yo quien le enhebró la trenza y le puso su vestido de holanes para el sepelio. La tarde que mi padre se marchó, no había nadie aparte de mí en el campanario, diciéndole adiós. La madrugada que sentenciaron a mi hermana, quedé afónica de tanto suplicar que me encerraran junto con ella.

Siento que mi historia empezó después; incluye una boda sencilla, media docena de partos sencillos, una casa sencilla, años sencillos pasando unos tras otros sin mayor sobresalto ni premura. No negaré que esta puede resultar menos entretenida que la otra, pero es la mía.

¿Bárbara? Según se mire. Tal vez sea sólo que en medio de tanta tragedia, a alguien debía tocarle el papel de ser feliz. Y entenderlo.