viernes, 19 de febrero de 2010

FEDERICO

Sí, yo también cierta vez me acosté con un hombre.
Faltaban unos cuantos días para que la gente de Wall Street comenzara a arrojarse por las ventanas, aunque ni a mí ni a nadie se le ocurriera de momento imaginar que una cosa así iba a suceder. Él llevaba asistiendo al bar cosa de un mes. No de manera cotidiana y puntual. Podía dejarse ver tres noches seguidas y luego desaparecer hasta el lunes siguiente, para presentarse hoy sí y mañana no. Unas veces venía solo y otras llegaba acompañado. Recuerdo que, en cierta ocasión, el maître tuvo que juntar tres mesas para dar cabida al numeroso grupo de que formaba parte. Fue la primera noche que se atrevió a venir a felicitarme; ya me había puesto el abrigo, y los camareros comenzaban a recoger los manteles. La verdad es que no entendí una palabra. Para mí todos esos idiomas suenan iguales. Lo tomé por italiano.
El oficio de pianista me pareció siempre más próximo al de las secretarias que se atrincheran tras su máquina de escribir que al de los prestidigitadores que sacan salamandras del sombrero. Me gustaban la descortés indiferencia de los borrachos y la estridente risa de esas mujeres a las que no les pasaba por la cabeza bajar la voz para oírte. Pero el cliente manda. Así que acepté con resignación el hecho de que a él se le impusiera costumbre la suave inclinación de cabeza, el firme apretón de manos y la modulada retahíla de un par de frases incomprensibles.
Tengo ojos y tengo sangre. No necesitaba las explicaciones de ningún samaritano para entender que en sus cortesías había algo más que interés musical y admiración artística. Lástima que algunos sean incapaces de captar semejantes sutilezas. Al maître le costó la dentadura y a mí me costó el empleo.
Puesto que la breve riña había tenido lugar poco antes de la hora de apertura, al dueño no le quedó otro remedio que rogarme cumplir con la jornada, pagando por adelantado unos dólares que en circunstancias distintas hubiera podido ahorrarse. Yo, por mi parte, me hallaba demasiado necesitado de fondos como para consentirme la elegancia de dejarlo plantado con un palmo de narices.
Toqué sin apartar los ojos de las teclas, la cabeza bien hundida entre los hombros. Sólo me percaté de su presencia en el bar hasta que, pasada ya la media noche, vino a situarse junto al piano, se despojó de la chaqueta, se remangó la camisa y comenzó a recitar, improvisando largas y desgarradas parrafadas al compás de mis caprichosas síncopas; lo único comprensible era el nombre de la ciudad, repetido en salmodia cada tanto, mientras batía palmas y pataleaba en el minúsculo entarimado algo que sólo de manera muy vaga tenía que ver con el claqué.
Ignoro si lo que sucedió durante esas dos horas habrá tenido algún valor artístico. Como número de cabaret resultó un fiasco. Hubo protestas, burlas, silbidos y dos o tres enfurecidas retiradas. Ninguno de ambos se inmutó. Él estaba demasiado triste, o demasiado loco, o demasiado solo, o las tres cosas. Yo, por mi parte, no tenía paga ni empleo que salvaguardar.
Llegada la hora del cierre, en lugar del ceremonioso saludo habitual, me mostró las líneas de su mano abierta y murmuró alguna inútil confidencia en ese idioma suyo. Tenía la cara de un condenado a muerte. Acaso esté ahí la verdadera razón de que abandonáramos juntos el establecimiento, y no en mi regocijo por añadir leña al mediocre fuego de las murmuraciones entre los empleados del bar.
No llegué a despojarme siquiera de mi abrigo. Pasé la noche en vela, abrazado a su espalda, y me marché al amanecer sin despertarlo.
Es curioso. Las pieles y los rostros de mujer más perdurables, me los revuelve y difumina la memoria sin remedio posible. En cambio, si ahora mismo cierro los ojos, puedo sentir con toda nitidez el calor de hombre entero de su cuerpo que duerme, temblando contra mí durante unas pocas horas, como el de un niño con frío.